El 20 de junio golpeó duro a todos los amantes del ciclismo: murió Mauricio Quiroga. A los 30 años, se apagó uno de los mejores pedalistas que dio la Argentina: subcampeón mundial juvenil, cuádruple campeón panamericano con título mundial incluido, diecisiete veces monarca argentino, representante de la Selección, un hombre que había hecho del velódromo su hábitat natural. Una verdadera «Bestia» del ciclismo. Daba gusto pagar la entrada para verlo. La bici siempre fue su fiel compañera.
Empezó de muy chico. A los cuatro años andaba pedaleando por las calles de Villa Mercedes. Después llegó el turno de las primeras carreras, de los infanto-juveniles y esos viajes largos por todo el país. Los clásicos con Thalía Aguirre. Los podios. Las consagraciones. Los años fueron pasando y la jerarquía seguía avanzando. En San Luis y en varios puntos del país se hablaba de un puntanito que volaba.
El pibe se hizo hombre. Las medallas eran moneda corriente y llegó la convocatoria para defender los colores de la Selección. Con la «celeste y blanca» dio cátedra en Italia. Fue segundo en la especialidad keirin. Montichiari fue testigo de la jerarquía del puntano, quien llegó en silencio a Italia y dejó sorprendidos a todos, ya que no estaban acostumbrados a que un ciclista de este lado del continente hiciera podio.
México fue otro de los países que se rindió ante la jerarquía de Mauri. Fue cuatro veces campeón panamericano. Una máquina de ganar. Una «Bestia» de la bicicleta.
A pesar de los innumerables títulos, nunca se la creyó. Hizo de la humildad su bandera y justo el Día de la Bandera se apagó su vida. Un crack por donde se lo mire. Arriba y abajo de la bici. Un velocista de ley. Uno de los mejores de la Argentina. Muchos de los pibes eligieron el ciclismo gracias a Mauricio. Lo veían en la bici y todos querían ser Quiroga. Las pruebas de velocidad en el velódromo tenían un no sé qué cuando Mauri competía.
Ese nene que aprendió a andar en bici primero y después a caminar hizo una carrera formidable. Si hasta lo llevaron a Suiza para que potenciara su talento. Un diamante en bruto. El velódromo era como estar en el patio de su casa. En los campeonatos argentinos no te dejaba pestañear: quien desviaba por un instante su mirada se perdía una final. La adrenalina que le ponía a cada prueba solo podría hacerlo él.
Nació para la pista, pero cuando desafiaba la ruta también hacía de las suyas, porque a la hora de sprintear no había con qué darle. Si en la última edición de la Vuelta del Porvenir se dio el lujo de caerse a un par de kilómetros de la meta, levantarse, sacudirse la ropa, subir a la bici, embalar y llegar primero a la meta. Ni el mejor guionista podría haber preparado ese final.
El ciclismo fue su gran amor. Su vida. Su pasión. Su bicicleta, su confidente. Su compinche. Su amiga de años.
Competir contra Mauricio Quiroga era como ir a pelear por la plata o el bronce. Si la «Bestia» estaba bien, era muy complicado ganarle. Era dueño de un talento innato, que con el paso del tiempo fue potenciando. Se dio el gusto de un parate, regresó y nadie se dio cuenta de la inactividad.
Después de cansarse de ganar en la pista, se fue a la ruta y en esas carreras de largo aliento, los equipos lo tenían como embalador; cuando quedaba un kilómetro para la meta y acomodaba la bici, todos le miraban la patente. Fuerza. Potencia. Jerarquía. Coraje. Todos esos adjetivos estaban en el ADN de Mauricio. Un ganador nato.
La noticia de su muerte fue un golpe duro, no solo para los ciclistas, sino para todos los amantes del deporte. Lo conocían todos. Un pibe bonachón. Familiero. Amigo de sus amigos. Perfil bajo. No le gustaba hablar mucho; hablaba en el velódromo, arriba de la bici, ese era su hábitat natural.
Todavía está presente y latente la Vuelta del Porvenir. Esas etapas ganadas. Ese segundo puesto. Esos mano a mano con equipos con grandes ciclistas.
Este lunes se apagó la vida de Mauricio Quiroga, quien seguramente debe andar pedaleando con el “Chino” Saldaño, el Nico Naranjo y tantos otros ciclistas, quienes cada fin de semana animaban carreras a lo largo y a lo ancho del país.
Hasta siempre, Mauri. Vuela alto.
Por Daniel Valdes, Tomado del Diario de la República